Recuerdo una fría mañana de diciembre, y al amanecer tras preparar todo lo necesario, echar andar con mi perro por las laderas de Castilla, en un coto muy pateado por mi y con la ilusión de conseguir cazar alguna perdiz, que por esas fechas ya eran muy escasas, y tenían mucho oficio.
Tras andar mas de una hora sin dar con ellas, por fin arrancan largas 5, y como marca su querencia, siguen faldeando por delante de mi mano, ese aire que te da el ver caza, te llena los pulmones y te recarga las piernas.
Después de volarlas dos veces más, y ya disgregadas todas ellas, comienza la labor del perro de llevarte a su encuentro, de ponerte en situación de abatirlas,… aquí estarán, por aquí se quedaron, “busca”, “busca”, y comienza a nevar…
Ese campo tantas veces andado, esas referencias tantas veces vistas, en un abrir y cerrar de ojos, llega mi falta de orientación. Dejas la caza, y te conviertes en un hombre que debe de regresar a su vehículo, para no perecer, para seguir vivo. Quizás uno crea que es exagerado, pero no lo es, si lo viviste de esa forma, como cortar el monte para seguir un camino y forzar la memoria, para recordar a donde te lleva, y tras largas horas de marcha, consigues tu objetivo. Estás empapado, pero caliente y a salvo.
El siguiente día que pude volver a cazar, fui al mismo lugar, y las cinco perdices me volvieron a torear, y allí quedaron hasta la temporada siguiente, ya convertidas en dos bandos, que pude abatir alguna, recordando más la nevada que la captura de ellas.